Artículos

Esta página recupera algunos artículos publicados por José M. Ponce en diferentes medios de comunicación.


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UN GÉNERO LLAMADO X  (Publicado en Muevo Fotogramas)

Cuenta Richard Brooks que su primer maestro en Hollywood le prestó un par de películas porno mientras le recordaba que lo importante a la hora de colocar la cámara era que se viese lo que se tenía que ver, es decir, la acción. Y no hace mucho, un afamado director catalán me reconoció, en privado, que la mayoría de sus colegas sentían sana y libidinosa envidia por quienes nos dedicamos al género para adultos.
Sirvan estos ejemplos para demostrar el interés que el cine X puede llegar a despertar entre los profesionales, en evidente contradicción con la mala imagen que se difunde a través de los medios de comunicación, el desprecio con el que lo tratan los críticos y hasta la vergüenza que provoca en algunos consumidores.
Ignorado, vilipendiado y censurado (no olvidemos esa retorcida forma de control que es la censura económica), el porno sobrevive (o mejor, malvive) entre el vídeo doméstico y las televisiones de pago, convirtiendo la penuria de medios en nuevas formas de expresión visual y contribuyendo, a su manera, a afianzar una estética que, una vez deglutida y despojada de sus aspectos sexuales, entra a formar parte de nuestra vida cotidiana, a través de la publicidad, cierta televisión de moda y, sobre todo, de los vídeos musicales.
Porque, curiosamente, el mayor reproche que recibe el género suele estar relacionado con la presencia de sexo explícito -su verdadera razón de ser- y la ruptura narrativa que conlleva. Sin embargo, despojarle de ese aspecto carnal y carnoso equivaldría a eliminar las canciones y el baile en una comedia musical. Y una vez entendido esto, no debería ser difícil asumir que una buena escena de sexo debe tener su propia tensión interior, su ritmo, su gramática visual, su proyecto estético. Exactamente igual que una buena escena de acción, o de baile, o de miedo.
                                                                            
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EL HOMBRE QUE MIRA A LOS CAMALEONES  (Publicado en Interviú)

Mi primer contacto con John Leslie fue telefónico. Renunció al billete de avión que el festival de Barcelona le ofrecía y aceptó el premio de honor del certamen con la única condición de pagar sus gastos. Toda una declaración de principios de un hombre empeñado en defender que el suyo es un trabajo más y del que, visto de cerca, nadie diría que lleva décadas poniendo en cuestión las teorías que relacionan el cine para adultos con la tosquedad y la torpeza.
Culto, elegante, extremadamente cortés, John Leslie es la antítesis de lo que la gente piensa que es un director de cine porno.
Cuando a mediados de los ochenta, en ese territorio fronterizo marcado por la irrupción del vídeo, Leslie se atrevió a exprimir a Tori Welles, ni ella misma debía saber la fiera sexual que llevaba dentro. Pero, si “Chamaleons” hizo grande a esa chica guapa y osada, amiga de todo tipo de excesos, también sentó las bases de lo que iba a ser el cine para adultos de los años siguientes. Y es que el de Leslie es un cine apoyado en la fuerza visual, reñido con el diálogo innecesario (por cierto, uno de los reproches más estúpidos que se le hacen al género erótico), profundo en el contenido (a todos nos gustaría ser camaleones en nuestra vida sexual), pero epidérmico y jugoso en el continente. Carnal, visceral, atrevido y duro. Como la vida misma, como el sexo mismo. 


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CELEBRANDO EL TACONEO  (Publicado en Tacones Altos)

Me pide Luis Vigil, amigo y maestro, que escriba unas líneas para el número 150 de su –nuestra- Tacones. Y es curioso, porque éste jubilado de la escena que les escribe anda estos días haciendo un reportaje sobre eso que ahora creo que se llama BDSM para una revista de las que llevan el apellido de generalistas. Y allí dónde va el periodista, a entrevistar o a simplemente a charlar. Allí dónde el curioso intenta descifrar esa sopa de letras, ese cúmulo de desmesuras, de facciones, esa guerra de guerrillas en la que parece andar sumido este, antaño sano, ambiente,  siempre se encuentra con un ejemplar de Tacones Altos sobre la mesa.
Y es que, al final, por encima de los fundamentalistas del cuero y la mazmorra, de los talibanes del fetichismo y de los ortodoxos del consenso, de las meretrices de ida y vuelta y de los mesiánicos virtuales, al final, quedamos los de siempre.
Porque nos gusta y porque nos divierte.
Larga vida a Tacones Altos.

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MIS PERVERSIONES FAVORITAS

Texto escrito para la Semana Internacional de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián.

Publicado en la revista 2000 Maniacos.

 

My Generation

No lo tuvo fácil mi generación. Pervertirse en aquellos tiempos del nacional catolicismo era poco menos que un milagro. Y no es un chiste fácil. Había que ser muy optimista y perseverante para rebuscar y encontrar algo que llevarse a la boca entre los despojos de la feroz censura. No obstante, mi calenturienta memoria recuerda con inesperado placer cierta escena de “Las hijas del Cid” en la que las  dos jovencitas del título eran cruelmente azotadas por sus desaprensivos maridos. La imaginería religiosa y la excusa histórica propiciaban imágenes castas, pero morbosas y, con un poco de suerte, no era difícil que en las oscuras tardes de la Semana Santa franquista, cayese una epopeya bíblica de Cecil B. De Mille repleta de esclavas o algún peplum cargado de martirios.
Lo propiamente carnal quedaba en manos de alguna descocada italiana, como la estallante Silvana Mangano de “Arroz Amargo” o la gitana ardiente y sensual encarnada (nunca mejor dicho) por la rotunda Gina Lollobrigida.
Poca cosa para alimentar las fantasías eróticas de la pubertad.


Los no tan felices 60

La ola de erotismo que nos invadía (a decir de los responsables políticos de la época) no llegó a invadirnos nunca. Algunos bikinis en las playas, alguno en las pantallas y, quizás lo más reseñable: la creación de las salas de arte y ensayo, un limitado reducto en versión original en el que el censor se mostraba ligeramente más magnánimo con el sufrido espectador de los sesenta.
En aquellas salas, a menudo vacías, tuve mis primeros arrebatos libidinosos viendo a Sue Lyon bailar el aro, o dejarse pintar las uñas de los pies a manos de un sumiso James Mason (Lolita). Y, siguiendo con los fetichismos más inocentes, no tengo más remedio que recordar entre oleadas de placer a  Jeanne Moureau, vestida de doncellita, enamorando al señor de la casa con sus negros, brillantes y afilados botines (Diario de una camarera).
Pero no todo era tan inocente en las salas especiales. A menudo se colaban  inquietantes propuestas, retorcidas y malsanas, que pasaban desapercibidas al torpe censor.
Como el oscuro voyeurismo de “Peeping Tom”, con aquella modelo cuya cara estaba adornada por un pustulento forúnculo; o la  ambigua sexualidad de “El Doctor Jekyll y su hermana Hyde, un ejemplo de cómo la Hammer estaba dispuesta a jugar también con una simbología marcadamente sexual.
Poca cosa, si consideramos que en el resto del mundo civilizado ya estaba de moda el cine underground de Warhol y Mekas y que Russ Meyer y, en general, el sexploitation vivían sus momentos de gloria.
Por mi parte, ante las dificultades para pervertirme en el plano audiovisual, procuraba alimentar mi espíritu con lecturas tan edificantes como las “Obras completas” del Marqués de Sade o la Histoire d´O, de Pauline Réage, conseguidas ambas en clandestinas ediciones mejicanas, que circulaban por las librerías de dudosa reputación.


Muerto el perro, se acabó la rabia
  
La desaparición de la dictadura propició la llegada de un aluvión de películas que hasta ese momento habían estado prohibidas. Son cintas que, en algunos casos no han resistido el paso del tiempo y en otros han sido injustamente olvidadas. En mi cabeza se agolpan (sin orden cronológico) imágenes y escenas  de películas legendarias y de infectos bodrios de serie inclasificable: La descalza carnalidad de BB en “…Y Dios creó la mujer” (Roger Vadim), la ingenuidad morbosa de Charlotte Rampling en “El portero de noche” (Liliana Cavani), la frialdad castigada de una Catherine Deneuve, divinamente azotada en la escena inicial de “Belle de Jour” (Luis Buñuel), la insulsez de Corinne Clery en la esteticista “Historia de O” (Just Jaeckin); la doble personalidad erótica de Bulle Ogier en “Maitresse” (Barbet Schroeder),  pero, también, la andrógina belleza de Ajita Wilson, enjaulada en “Orinoco, paraíso del sexo”, la dulzura de Therese Ann-Savoy en “Salon Kitty”,  la casposa crueldad de Dyanne Thornne como la brutal Ilsa  de “La hiena del harén” o de “La tigresa de Siberia” y la virtud castigada de la infortunada Alice Arno en “Justine de Sade. Y, naturalmente, la humillada Sirpa Lane de “La svástica en el vientre”…películas cultas, algunas; de culto otras; subproductos, la mayoría, pero películas que consiguieron, ahora sí,  pervertir (y alegrar) el final de mi adolescencia.


Cuentos inmorales en conventos con bellas (y bestias)      

Heredero de esa corriente tan francesa de situar el erotismo en ambientes aristocráticos y/o religiosos, Valerian Borowczyk, un decadente director de origen polaco y cultura gabacha, supo mantener las distancias, alejándose del edulcorado cine oficial al uso, para introducir en sus películas malsanos ambientes, proposiciones perversas y argumentos inquietantes, aunque, eso sí, diluidos por el humor y un cierto distanciamiento sexual. No en vano, Borowczyk abusaba demasiado de la masturbación onírica para justificar sus (a menudo) escabrosas escenas. 
Con Borowczyk  me encontré  en “Cuentos Inmorales”, una sucesión de fábulas, alguna de ellas tan arriesgadas como la protagonizada por Paloma Picasso sobre el personaje de la condesa Bathory, origen del mito del vampirismo, a decir de muchos. Y me gustó.
Si en “Interior de un convento”, Borowczyk había dejado destellos de una afición por el ritual morboso y la humillación femenina, en el primer episodio de los “Cuentos”, nos deleita con una chica obligada por su novio a satisfacerle con su boca. Después, eso sí, de humillarse quitándose la ropa interior bajo su vestido transparente y caminando descalza por una playa llena de puntiagudos guijarros. Símbolos, detalles y matices que el director lleva hasta el final, al relacionar el orgasmo del joven con el movimiento de la marea.
En “La Bestia”, a mi modo de ver, su película más completa y explícita, Borowczyk lleva hasta sus últimas consecuencias estos planteamientos. Y no se corta un pelo a la hora de regar la pantalla de pringoso semen animal, o de jugar a masturbaciones con los pies o de clavar las garras en el muslo de la protagonista (un delicioso arañazo que, si no recuerdo mal, formaba parte del cartel del film). Sí, decididamente, este tío me gustaba mucho.


Deslizamientos progresivos hacia el placetr

De Alain Robbe-Grillet sabía lo que casi todo el mundo: que había sido guionista de Alain Resnais y uno de los fundadores del llamado nouvelle roman, cuando me encontré, a finales de los setenta, en un cine de programa doble con “Deslizamientos progresivos del placer”, una película hermética y hermosa, llena de flagelaciones repetitivas y obsesivas. No la he vuelto a ver y mis recuerdos, más de veinte años después, son vagos e imprecisos, aunque en mi memoria ha quedado como una pequeña obra maestra.


Todo queda en familia

Con Jess Franco tengo la sensación de formar parte de su familia. Sin embargo, tengo que reconocer que, comparativamente, mi relación (siempre amorosa) con el tío Jess comenzó bastante tarde.
Encandilado por una espalda de mujer cruelmente azotada (99 mujeres) y decepcionado por la blandura de la película, me aparté del cine de Franco, influenciado quizás por los sesudos críticos de Fotogramas que, por aquel entonces, vilipendiaban su obra.
Por lo tanto, mi contacto real con el cine del tío Jess se produce ya en plena eclosión del llamado cine S. A partir de ahí, todo un trabajo de recuperación hasta dar con “Necronomicón”, sus primeros títulos sobre Sade y, ya rendido, admirar sus espléndidas “Macumba Sexual”, “Sadomanía”, “Botas negras, látigo de cuero”, “Eugene, historia de una perversión” y el largo etcétera que está en la mente de todos.
Al final de los noventa estuvimos a punto de hacer juntos “Tender Flesh”, con Lina Romay y María Bianco, lo que no habría dejado de tener su gracia, pero los de Filmax no quisieron producirla y el viejo tío Jess, mucho más despierto que yo, la hizo con los yankees.


Mucho bacalao en Bilbao

El Bigas Luna de “Bilbao” merece capítulo aparte. No sé cuantas veces la he visto, pero para mí es uno de los momentos cumbre del cine erótico español. Y es que no sólo filmó Barcelona de noche y el Barrio Chino como nadie, sino que además retrató el morbo como nadie.
Película ambiental y climática, claustrofóbica y obsesiva, “Bilbao” se recrea con inusitada fuerza visual en el retorcido y morboso erotismo de su protagonista masculino. La insinuación seudo porno de la chica del secador o el carácter simbólico de la leche derramada por los muslos de María Martín, tienen su brillante culminación en el rasurado de pubis de Isabel Pisano, atada y abierta de piernas. Una obra maestra del cine español de todos los tiempos y de cualquier género.


Duros de pelar

Mi primer contacto con el llamado porno duro (una perversión de la que he hecho profesión) se produjo como tenía que ser, con los grandes clásicos americanos del género. Desde entonces, ellos han sido mi referencia y siempre que voy a empezar una película procuro ambientarme con algo de Gerard Damiano.
El cine X europeo me llegó más tarde. Primero la famosa “Exhibition”, basada en la vida de la actriz Claudine Beccarie, más tarde algún Max Pecas y la muy popular y divertida “Le sex qui parle”. No obstante, el porno francés siempre me ha parecido sobrevalorado y prefiero pervertirme con las vampiras desnudas de Rollin, especialmente con sus títulos clásicos “Le frisson des vampires”, Le viol du vampire” y “Levres de sang”, títulos en los que el francés juega y bien con algunas de mis obsesiones eróticas favoritas.

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MALAS PORQUE SÍ  (Publicado en Primera Línea)


Nadie se acuerda de las buenas chicas. Peor aún, casi nunca se mira a las chicas buenas.
La leyenda erótica femenina se sustenta sobre diferentes formas de maldad: a veces, adornada con dosis de ingenuidad; a menudo, envuelta en humo de tabaco y vahos de alcohol; casi siempre, alumbrada por luces tenues y contrastes de blanco y negro; y, últimamente, vestida de cuero negro o de vinilo brillante.
Sostiene el maestro Berlanga que es más erótico vestir a una mujer que desnudarla, y debe de llevar razón. La magia de las medias de nailon y los tacones de aguja forman parte de la imaginería erótica masculina; son adornos imprescindibles, el toque de perversidad necesario para hacer de la piel algo deseado y deseable. Las exquisiteces eróticas demandan alimentarse con la mirada, y la pupila necesita transmitir la corriente eléctrica del deseo; así pues, nada más deseable que la imagen previa del pecado. El objeto del deseo se vuelve más sensual y seductor si amenaza con una imagen perversa y maligna. La devoradora de hombres, la mujer fatal, basa todo su poder en la certeza de que domina la maldad. Y me gusta.
La estética del fetichismo tradicional, esa que nos recuerda a las malvadas matronas de Stanton o a la perversa ingenuidad de Gwendoline o a las mujeres objeto de Allen Jones, transforma en cotidiano lo perverso. Las diablesas de charol brillante que pueblan la noche cosmopolita de nuestras ciudades provocan eróticos escalofríos cargados de nostalgia, como aquellos denominados pastelitos de queso de las revistas de los años cincuenta, cuando Betty Page era la reina de la picardía. Con sus botas negras, sus collares adornados de clavos, sus medias de malla y sus corsés de plástico refulgente, las malas de ahora mismo incendian salones y discotecas. Con su desparpajo erótico llenan el ambiente de un erotismo cargado de tintes de crueldad y se convierten en herederas de la seductora total: exigentes, malvadas, fatales.
A mí me gustan así, malas. Malas por las buenas, malas porque sí.

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PORNO AL PESO (Publicado en Pornoticiero)

Hace unos días leí con asombro el comentario de un auto denominado director sintiéndose muy contento por que en tres días de trabajo había rodado 65 escenas. De locos. Desconozco la duración total del material grabado, pero si consideramos que entre preparativos y otras zarandajas el rodaje de una escena simple y sin complicaciones lleva un mínimo de una hora, parece evidente que el amigo director o trabaja las veinticuatro horas del día o rueda escenas como el que hace churros. Y mucho me temo que no es el único y que incluso hay algún otro que –vistos los resultados- es capaz de rodar aún más deprisa.
No estoy en contra de los subgéneros basados en el tiempo real, en las escenas sin montaje ni cortes, en el realismo sexual por encima de todo. Hay cosas que John Leslie o Stagliano hacen muy bien, pero que en manos de otros se convierten en verdaderas chapuzas. Y es que una película puede hacerse de muchas formas utilizando la infinita cantidad de recursos técnicos y narrativos que ofrece la cinematografía. Hoy día tenemos la suerte de poder hacer una obra de arte con un teléfono móvil. Las nuevas tecnologías posibilitan trabajar de forma libre, atentos a las ideas y con unos costes muy reducidos. El sueño de cualquier artista.
Una vez al mes proyecto en un espacio de Madrid piezas cortas, eróticas, vanguardistas, algunas con sexo explícito, pero todas con un alto nivel de calidad. No defiendo el erotismo acaramelado y pastelero y quienes me conocen saben de sobra que no tengo precisamente inclinación hacia el sexo vainilla, pero creo que cualquier acto creativo –y el porno debería serlo- requiere de unos planteamientos estéticos y conceptuales. Es necesario saber qué se quiere hacer, cómo se va a hacer y adónde se quiere llegar. Y resulta obvio que con ese ritmo de trabajo pocos preceptos se pueden atender. 
Más aún, presumir de cantidad y no de calidad y sacar pecho simplemente por el volumen rodado sólo refleja el profundo desprecio que esta gente tiene por el porno en particular y por el cine en general.

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